TURISMO

Chile – Atacama: Mares de arena y sal

El anciano Lascar es el padre de todos. Sus hijos, Licancabur y Juriques, los más bravos guerreros que comparten sus vidas con Quimal, la doncella más hermosa, siempre adornada de plata. Ambos guerreros están enamorados de ella. Pero ella sólo tiene ojos para Licancabur, quien es también es el favorito de su padre y el elegido por los aborígenes como su protector y al que dedican todas sus ofrendas. Esto provocó celos enfermizos en Juriques quien, en un desesperado impulso, intentó poseer a Quimal por la fuerza, sin conseguirlo. Enterado su hermano, de un solo golpe lo decapitó. Muerto Juriques, el resto de los guerreros pidió justicia, y Lascar, a pesar de entender las razones, castigó a su hijo fratricida, enviando al destierro a Quimal, bien lejos de su amado, al otro lado del mar de sal. La distancia no hizo que el amor de los jóvenes se calmara y sumió en angustia a Licancabur. Viendo la tristeza que invadía a su hijo, Lascar le concedió pasar una noche al año, en compañía de su amada. Así, en el solsticio de invierno, la sombra de Licancabur, cubre por completo el cuerpo del cerro Quimal. Este acto de amor, marca el inicio del año nuevo lican-antay y el comienzo de las tareas de siembra.

La leyenda es tan improbable como fascinante, pero explica la relación de los aborígenes con las montañas, con la Pachamama. Los ancianos dicen que los volcanes son antiguos guerreros y los cerros, doncellas hermosas. A la vista: Lascar es el volcán con fumata permanente. Licancabur, el de cono perfecto que brilla diferente de acuerdo a las horas del día. Juriques, el volcán descabezado que se ve a su lado y finalmente Quimal, el cerro que los enfrenta, a 100 Km. de distancia del otro lado del Salar. Los habitantes originarios de estas tierras fueron politeístas, adoraban como primeras deidades a la tierra con sus montañas. Luego el sol, los animales, quienes encarnaban deidades. El trabajo de evangelización de los españoles, misturó las creencias generando un curioso sincretismo. En todas las iglesias las cruces no están en el centro del altar, más bien se ubican en los costados y otras varias imágenes ocupan ese lugar. En las del altiplano (excepto la de San Pedro que fue íntegramente construida por españoles), se observa un balance ex profeso: siempre dos cruces, dos campanas, cerco de piedras con perfecta simetría. Todo a imagen y semejanza de los antiguos altares a Pacha Mama y Tata, y siempre separados el campanario (masculino) y la Iglesia (femenino). Adorar al Padre y la Madre Tierra, pero con diferentes nombres.

Tonos de arcilla

Son menos de dos horas de vuelo desde Santiago. El avión de LATAM (uno de los muchos que llegan diariamente al aeródromo de Calama), se va acercando puntual a la pista, una cinta negra de asfalto que corta la armonía de tonos marrones del desierto de Atacama. El cielo es de un azul profundo en lo más alto, y de un celeste intenso en la línea del horizonte. Sólo pensar que estamos a la misma latitud que Río de Janeiro, casi en el Trópico de Capricornio, desconcierta. Las montañas que se divisan a la distancia, son parte de la Cordillera de los Andes, una de las responsables de esta aridez. Se traga las tormentas cargadas de humedad que se generan en la cuenca amazónica. Algunos de estos picos ya están coronados con nieves tempranas. Éstas se transformarán en las aguas que permiten el milagro de la vida, en el desierto más árido del planeta.

En la hora y media que separa Calama de nuestro destino, el camino recorre un valle yermo, sin vida aparente. Tras unos momentos de marcha, atravesamos la Cordillera de la Sal, un lugar donde alguna vez estuvo el mar. Como nos cuenta Salvador, nuestro guía, esta extensa conformación de sal y arcilla fue modelada por el agua y el viento durante millones de años, hasta conferirle ese aspecto de superficie lunar o quizá marciana. De pronto, una puñalada verde en medio de este mar de arena: el pueblo de San Pedro de Atacama. Su pequeñez permite atravesarlo en un suspiro, por calles de tierra, con casas bajas y sombras de algarrobos que, con sus frutos, dan harinas para alimento del cuerpo y chicha para el espíritu.

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