Islamabad, la capital de Pakistán, estrenó un moderno aeropuerto el pasado mayo. Ya era hora; su inauguración estaba inicialmente prevista en 2010. Para un país que fue líder en la aviación comercial de la región, las desgastadas instalaciones del aeródromo de Rawalpindi no solo se habían quedado obsoletas, sino que eran francamente incómodas; tenía pocos puestos para el control de pasaportes, lo que provocaba largas colas y los accesos estaban demasiado abigarrados. El nuevo aeropuerto, el mayor del país, está diseñado para recibir 15 millones de pasajeros, tres veces más que el viejo, y cuenta con dos pistas de 3,5 kilómetros de largo. Sin embargo, no ha solucionado las incómodas esperas a la intemperie de los viajeros.
La obsesión por la seguridad, comprensible en un país que es víctima frecuente de grupos terroristas, exige que todos los equipajes pasen un parsimonioso control de rayos X a la entrada de la terminal. Las colas llegan hasta el punto de descarga de pasajeros. Aunque una estructura de tubos a modo de porche de acceso da sombra y deja pasar el aire, quienes tengan que coger un vuelo en las horas centrales de mediodía sufrirán el calor y, en esta época de monzones, la humedad que lo acompaña.
Pero no es eso lo que ha provocado la preocupación de los paquistaníes. Ni siquiera el coste, unos 700 millones de euros, el triple de lo presupuestado. La calenturienta imaginación local ha visto fantasmas, que algunos atribuyen la existencia en el lugar de un viejo cementerio. Desde la supuesta grabación de un ánima por las cámaras de seguridad hasta niños jugando al críquet en las pistas, los bulos han inundado las redes sociales y algunos crédulos incluso han cambiado sus planes de viaje y optado por volar a Lahore, 270 kilómetros al sureste de la capital…