El viaje fue un regalo de mi nieta, la Paulina, quien llegó a la casa con un sobre y, antes de cualquier pregunta, nos advirtió, a su abuela y a mÃ: «No quiero disculpas, ni negativas». Era un viaje al sur de Italia, durante seis días, que debía empezar a finales de septiembre, para que «no se acabe el solcito».
Antes de explicarnos bien a dónde Ãbamos, confesó la única condición para el paseo: «Quiero fotos en Facebook, Instagram, comentarios en Twitter. No me quiero perder un solo detalle». Por supuesto, no teníamos la menor idea de qué estaba hablando, así que esa misma noche, mientras cenábamos un caldillo espléndido que había preparado Elba, mi mujer, la Paulina nos indicó con pelos y señales cada una de las aplicaciones, formas de uso y, sobre todo, métodos de publicación.
Estábamos listos.
El paseo significaba ir hasta Venecia con escala en Madrid. Y después, con un auto alquilado recorrer toda la costa del mar Adriático hasta la región de Puglia, en el sur, famosa por ser además de muchas cosas la tierra natal del padre Pío. Para otros, menos devotos, la región simplemente es conocida como «el taco de la bota» que conforma la bella Italia. Sin embargo, cuando llegamos a Madrid, una huelga de pilotos nos obligó a cambiar la ruta. En vez de comenzar desde Venecia -decisión que Elba lamentó profundamente porque ya tenía el atuendo preparado para su viaje en góndola-, tuvimos que volar hasta Lamezia, casi en la punta de Italia sobre el mar Tirreno.
«Queda en el empeine de la bota», me explicó la señorita de la aerolínea. Decidà entonces que era momento de contarlo: «@LaPaulina En Madrid. Cambio de planes. #noVenecia #vamosalsur Lamezia #volandoconlosabue», escribà siguiendo el patrón establecido por mi nieta y que nos había hecho imprimir.
La primera opinión cuando salimos del aeropuerto y tomamos la carretera es que el sur de Italia en septiembre parece un lugar apartado del estallido planetario: el mar aplacado por el sol, una brisa cálida, pero sobre todo un paisaje que combina la montaña y el mar, que pasa de la vegetación a la arena casi sin que uno pueda percibirlo.
Nos dirigimos hacia Maratea, un pueblo ubicado al norte de Lamezia y a 200 kilómetros de Nápoles, y que habíamos escogido en el plan de emergencia para pasar la primera noche del viaje. Sin embargo, allí comenzó mi pesadilla con internet.
Después de cenar y de regresar caminando por el hermoso centro histórico de Maratea -unas pocas cuadras con coquetas trattorias a la calle y vecinos que tomaban sus copas al fresco-, quise subir las fotos del primer día del viaje, contarle que habíamos atravesado los Apeninos, que habíamos almorzado frente al mar unos fettuccini alla mare exquisitos en un restaurante llamado Lido Itaca, en las afueras de la ciudad. Pero cuando quise conectarme al wifi del hotel fue imposible. Lo intenté de todas las maneras posibles, pero el ordenador no agarraba ninguna señal. Después de una serie de esfuerzos inútiles, Elba me preguntó si no sería mejor salir al corredor, que por ahà la puerta o las paredes eran tan gruesas que no dejaban entrar la señal.
Estuve acostado en el corredor durante otra media hora, mientras los vecinos de cuarto me pasaban por encima. Al final decidà dejarlo así. Al día siguiente sería otra ciudad. Otro hotel.
El viaje consistía en avanzar en carro hacia el este, unas horas hasta la ciudad de Potenza, cruzando por pueblos perdidos y parques regionales, y desde allí seguir hasta Matera, en la región de la Basilicata.
Matera es una ciudad mÃtica por sus Sassi, unas viviendas rústicas construidas dentro de las montañas, similares a cuevas, que han sido habitadas por el hombre desde el Paleolítico. En las Sassi y en el centro histórico de Matera nos pasamos el día: adentrándonos por el sector antiguo, distinto de todos los centros de Europa porque, precisamente, está conformado por estas construcciones en doble piso, donde el techo de una es la calle por la que uno camina y cualquier balcón se convierte en mirador de esta maravilla que parece construida por hormigas, abandonada por décadas y que ahora se encuentra en pleno «revival» gracias a su rehabilitación como hoteles boutique y restaurantes tentadores.
Había un sol hermoso mientras en tierra una brisa suave y tibia culminaba un día perfecto, por lo que decidimos comenzar a caminar sin rumbo. Eso hasta que nos dimos cuenta de que estábamos dando vueltas. Por algunos segundos Elba entró en pánico y cuando quería gritar, la detuve. Me di cuenta en ese momento, y lo confirmaría después, de que Italia en general es para perderse. Por eso mi nieta no nos había inscrito en ningún tour, porque lo que ella quería era que nosotros viviéramos, no que estuviéramos persiguiendo señoras con discursos aprendidos de memoria y horarios infranqueables.
De ese modo, un poco perdidos, llegamos a una casa museo donde nos mostraron cómo era la vida allí hace 150 años: dónde almacenaban el agua, las primeras nociones de acueducto. Más adelante, en otra cueva, aprendimos cómo se las ingeniaron los «tanos» de entonces para producir helado, muchos años antes de que el alemán Carl von Linde presentara su primer refrigerador.
Hacia las dos de la tarde logramos llegar de nuevo a la plaza. Había tomado varias fotos y pensaba que si me podía conectar a una red era posible enviarle un par a la Paulina. Entramos a un café y allí nos dijeron que debíamos tomar algo para poder obtener la clave del wifi. «Señor estamos agotados. ¿Podríamos pedir agua solamente?», le dije al mesero en un italiano básico que no entendió. Intenté con el inglés. «No parlo inglese», respondió. Nos tuvimos que levantar y seguir con el recorrido. Sin embargo, me sentía avergonzado. Mi nieta nos había puesto una sola condición y, después de un día y medio, yo no había enviado ni una sola foto. Así que fui hasta la oficina de correos, compré una de las postales de las Sassi y se la envié.
Ese día debíamos llegar a una masseria -como llaman a las granjas que también sirven como hotel, algunas puestas a todo lujo- cerca de Alberobello. La Paulina nos había dicho que esta parte era lo mejor del viaje: recorrer la ciudad de los trulli.
Los trulli o trullo son construcciones que datan casi de la edad de bronce, pero que adquirieron importancia durante los siglos XVIII y XIX, cuando fueron aprovechados para hacer trampa y evitar pagar renta sobre la vivienda.
Cuando llegamos a la masseria, nos alojan en un trullo que tienen al lado de la casa principal y ahà nos dimos cuenta de la trampa: son casas con base de mortero que tienen techo con forma de cono, hecho con pedazos de piedra que en aquellos tiempos no estaban pegados con nada, así que, cuando alguien del pueblo vecino anunciaba la llegada un inspector real para realizar el avalúo para los impuestos, los propietarios de la vivienda se apresuraban a desarmar los techos, que eran el elemento básico para que fueran consideradas una casa. Luego decían que su trullo no era otra cosa que un corral para sus animales y, como tal, quedaban exentos del pago…