En un día cualquiera hay unos 90.000 aviones en el cielo de los Estados Unidos. En estos se mueven casi dos millones de personas, cientos de miles de toneladas de carga, equipos militares y correo. Pero uno de esos aviones tiene un propósito distinto: observar el universo para registrar la luz infrarroja que no llega a la superficie de nuestro planeta. Es el Observatorio Estratosférico para Astronomía en el Infrarrojo (Sofia, por su sigla en inglés).
Aun en un día despejado no todas las frecuencias de luz atraviesan la atmósfera de la Tierra. Así como la capa de ozono filtra la luz ultravioleta emitida por el Sol, las moléculas de agua en la atmósfera filtran la luz infrarroja que proviene del espacio. En algunas frecuencias del infrarrojo, la luz no puede viajar más allá de unos metros antes de ser absorbida. Sin embargo, este tipo de luz contiene información crucial para el estudio de la atmósfera de otros planetas, para entender la estructura y la composición de los cometas y para entender el mecanismo que permite la formación de las estrellas dentro y fuera de nuestra galaxia.
Por eso los astrónomos han trabajado en la construcción de observatorios donde la atmósfera no interfiera con la observación. Primero lo hicieron utilizando globos para llevar telescopios como el Stratoscope I, lanzado en 1957, hasta alcanzar más de 25 kilómetros sobre la superficie de la Tierra. Luego se comenzó a soñar con un telescopio en la órbita de nuestro planeta, que se materializó en abril de 1990 cuando el Telescopio Espacial Hubble se lanzó; el primero de los telescopios espaciales. Buscando una opción entre los riesgos del vuelo en globo y el largo tiempo que necesitan los proyectos satelitales, una opción natural era un avión…