¿Recuerdas tu inicial desconfianza cuando te dijeron que alguien había volado a Londres por solo un euro? SÃ, queridos. Había llegado a nuestras vidas Ryanair, y aunque al principio nos pareció que tenía que haber gato encerrado, pronto nos entregamos en cuerpo y alma a esa maravilla que nos permitió recorrer toda Europa a precio de saldo y dejó el Interrail en un concepto obscenamente caro y muy poco práctico. No nos importaba estar apretados en el asiento, ponernos el mismo calzoncillo tres días seguidos, volar a horas intempestivas y aterrizar en aeropuertos en el quinto pino. Mientras se llegara a destino con vida todo bien.
Pues bien, 15 años después aproximadamente, el low cost no sólo forma parte de nuestras vidas (muebles de IKEA, estancias en AirBnb…) sino que nuestras vidas se han convertido en low cost: hacemos lo mismo que hacían nuestros padres, que viajaban siempre en Iberia, a precio de aerolínea bajo coste. En esencia ofrecemos el mismo servicio, pero con algunas salvedades. Nos hemos convertido en esos aviones que optimizan costes recortando de donde haga falta, que tienen que estar volando y vendiendo, que no pueden hacer noche en ningún aeropuerto, sino que enlazan la ida con la vuelta y, además, nos pagan un precio irrisorio por nuestros servicios. Ni siquiera podemos restringir el tamaño del equipaje, porque nuestros pasajeros, a pesar de lo poco que pagan, se sienten autorizados a exigirnos la mejor calidad y el máximo confort. Aunque, inevitablemente, el error humano aumenta en estas condiciones y el resultado final -por mucho que digan lo contrario- se deteriora.
Lo cierto es que ahora Ryanair no es tan barato, AirBNB ya cobra impuestos y, bueno, IKEA siempre será IKEA. Que nos caen los años y valoramos cada vez más la garantía de un servicio más confortable.
Pero ya es demasiado tarde: no hemos podido salir de nuestra condición de generación low cost y nadie va a venir a discutir las reglas de competencia. Pensábamos que lo que nos ahorraríamos dando el esquinazo a Luftansa o a Air France nos daría para vivir un poquito mejor, pero ese «ofertón» nos volvió como un boomerang a nuestros sueldos unos años más tarde. En realidad, lo único que había bajado sus precios era el tiempo libre, porque los alquileres siguieron allí y hay que pagarlos.
Las universidades duplicaron el importe de sus matrÃculas y los precios en el supermercado no bajaron, porque en la comida low cost todos somos muy conscientes de que lo barato sale caro. La crispación, lógicamente, ha ido en aumento. «Señora, si quiere que la traten bien, váyase a El Corte Inglés», le espetó un día una cajera del LIDL a una clienta que seguramente estaba comprando muchos yogures que ni siquiera eran tan baratos. ¿Cómo no darle la razón a la clienta y a la cajera a la vez?..