TURISMO

Colombia en cuatro pasos

Pasear por el centro histórico de Bogotá, explorar la Catedral de Sal de Zipaquirá, visitar los mágicos cafetales y zambullirse en la efervescencia cultural de Medellín. Un recorrido que descubre las esencias de Colombia, con final frente al mar en la colonial Cartagena de Indias que enamoró a García Márquez.

1 Bogotá
Llovizna en Bogotá. Es reconfortante que nos reciba así, porque siempre lo ha hecho de la misma manera y uno sabe qué esperar. Luego saldrá el sol, hará calor, se levantará el viento, bajarán las temperaturas, y todo eso el mismo día. Aquí empieza un periplo a través de ciudades, pueblos y montañas hasta llegar al mar. Colombia destilada en dos semanas.
La mejor forma de empezar a conocer una ciudad es verla desde lo alto, por ejemplo, desde la basílica del Señor de Monserrate, a 3.152 metros de altura. Desde aquí, la megalópolis de Bogotá con sus más de nueve millones de habitantes aparece y desaparece oculta por las nubes bajas y la niebla. En este cerro se dan cita tres de las pasiones de los colombianos: la religión, el deporte (cientos de personas hacen el escarpado sendero a pie en vez de usar el funicular) y la comida en compañía. Familias y amigos se juntan para devorar platillos de sancocho, queso criollo fundido, chicharrones y tamales en los modestos restaurantes alrededor del templo. La Bogotá que se divisa nada tiene que ver con aquella ciudad descuidada y peligrosa de hace una década. Su centro histórico renovado es hoy un imán para turistas que, ahora sí, se atreven a recorrerlo con sus cámaras al hombro (el turismo en el país se ha incrementado un 250% en la última década). Los barrios de La Candelaria, con su aire de pueblo y Chapinero y su movida hipster, son un hervidero de creatividad, con galerías que compiten con el arte urbano de las fachadas, tiendas de diseño colombiano, salones de tatuajes y piercings, cafés gourmet y la energía contagiosa en las calles que tienen las ciudades que saben que les llegó su momento dulce.

La plaza de Bolívar, presidida por la impresionante catedral de la Inmaculada Concepción y flanqueada por el Palacio de Justicia, el Palacio Liévano y el Capitolio Nacional, es el verdadero corazón de Bogotá. Niños con uniforme escolar dan de comer a remolinos de palomas. Junto a ellos, artesanos hacen pulseras de cuero y bicis de alambre en miniatura. Un hombre salido de un music hall de los años cincuenta baila salsa en frente de una animada audiencia que, incapaces de reprimir sus ganas de bailar, se arrancan con los primeros acordes. Así es Bogotá y así es Colombia. Hecha de momentos pequeños e hilvanada al paso, disfrutona y hospitalaria. En ningún otro lugar este espíritu festivo es tan claro como en el archiconocido restaurante Andrés Carne de Res. Yo que llegué salivando ante la nueva oferta gastronómica con propuestas innovadoras como Leo, de la chef Leonor Espinosa y su viaje gastronómico por los ecosistemas de Colombia, o El Chato, con su cocina contemporánea, me veo arrastrado al templo de la carne y sus cuatros pisos de surrealismo mágico. Orquesta en vivo, figurantes y mucho bullicio, colombianos y extranjeros vienen aquí “a pasarlo rico”. A la mañana siguiente, una visita al Museo del Oro. La espectacular colección de arqueología y objetos de oro precolombino (la mayor del mundo) es una cura perfecta para la resaca (o el guayabo, como aquí la llaman). Más de 50.000 piezas entre las que hay delicadas joyas, sorprendentes objetos cotidianos, diminutas figuritas antropomórficas y máscaras funerarias.

Antes de emprender camino hacia el eje cafetero, a 48 kilómetros de Bogotá espera un viaje al centro de la tierra en la Catedral de Sal de Zipaquirá. Más cerca del infierno que del cielo, un oscuro túnel lleva hasta las entrañas de este santuario a 180 metros bajo tierra. A izquierda y derecha se abren capillas y naves bañadas por una oscilante luz de neón. En el altar, una gigantesca cruz de sal tallada se eleva hacia la bóveda de sal de la nave central de 22 metros de altura.

2 El eje cafetero
Desde el aire se divisa el color verde brillante de los cafetales a los pies de los volcanes de la impresionante cordillera central. En estos terrenos que los colonos arrebataron a la selva hace un siglo se encuentra la mayor riqueza de Colombia. Aterrizo en Armenia y a partir de aquí los nombres de los pueblos serán evocadores: Filandia, Cartago, Palestina, Salento… para los colombianos esta es la tierra soñada donde comprar una finca y echar raíces. No es extraño, aquí hay algo mágico que te atrapa. Desde la balconada de madera de la antigua hacienda cafetera Combia, convertida en hotel, se contemplan los cafetales rodeados de árboles tropicales y platanales. En el cafetal, el sombrero panamá de un trabajador pareciera moverse solo entre los arbustos de café. En las plantas, alternan los granos verdes y los rojos listos para ser recolectados. El café arábica cultivado aquí produce dos cosechas al año. Su sabor y su aroma es más suave que otras variedades, pero contiene el doble de cafeína. Al final del paseo, una degustación de café lavado hace que me cuestione el monopolio gustativo del expreso en nuestra cultura.
El encanto del eje cafetero no solo está entre los cafetales, sino que se extiende a sus pueblos. Filandia es un evocador pueblo paisa donde habita el realismo mágico. Colores del parchís en las fachadas de las casas de madera con balcones repletos de flores, hombres con sombrero aguadeño y poncho acodados en las esquinas y una iglesia, la de María Inmaculada, con sus tres cúpulas al cielo y vocación de catedral. Desde Filandia a Salento se llega por una carretera zigzagueante que atraviesa la reserva natural Barbas Bremen, hogar de los monos aulladores. Salento es la base desde donde explorar el valle de Cocora y el parque nacional Los Nevados. Desde aquí salen los jeeps rumbo al valle de Cocora, donde crece la palma de cera, una especie única en el mundo. En las colinas se erigen estos espigados gigantes de 60 metros de altura bajo la atenta mirada de soldados reconvertidos hoy en policía turística.

3 Medellín
La sombra del Patrón es alargada y resucita cada poco con series, películas y libros. Medellín nunca podrá enterrar del todo a Pablo Escobar, pero al menos ha conseguido quebrar su legado de violencia y muerte. La ciudad tocó fondo en la década de 1990, cuando fue la capital del narco y uno de los lugares más violentos del mundo. Hoy saca pecho mostrando orgullosa que vencer al miedo y a la desesperanza es posible en esta metrópoli convertida en laboratorio de políticas sociales y proyectos de integración. Es difícil conocer a nadie más orgulloso de su urbe que los habitantes de la ciudad de la eterna primavera (en referencia a sus temperaturas suaves). De su metro, el único de Colombia; de su sistema de metrocable, que más que un transporte urbano es una mano tendida a los barrios de las montañas, y de sus bibliotecas y museos. El respeto y la cultura como motor de cambio. En ningún lugar se respira esa cultura como en la plaza de Botero, con 23 gigantescas y voluptuosas esculturas del artista colombiano salpicadas en una plaza que limita con el Palacio de la Cultura a un lado y el Museo de Antioquia al otro. Las esculturas de bronce se tornan doradas en las zonas al alcance de la mano de tanto roce. En otra plaza está el Parque de las Luces, un bosque de 300 postes luminosos que se elevan al cielo intercalados por troncos de bambú y fuentes de agua. Al fondo, la vanguardista biblioteca de EPM, diseñada en forma piramidal. Es hora de comer y me acerco hasta la plaza Minorista de Candelaria, un mercado donde encontrar más de 400 frutas exóticas y puestos de comida típica paisa. Nada más paisa ni más típico que la bandeja del mismo nombre. Una bomba calórica con frijoles, arroz, chicharrón, carne molida, morcilla, chorizo, plátano, aguacate, arepa de maíz y huevo frito, todo servido en una bandeja.

La siguiente parada es la Comuna 13. El que fuera en los años ochenta un territorio hostil donde sicarios, narcos y grupos armados campaban a sus anchas es hoy el vivo ejemplo de transformación urbana. Las escaleras mecánicas con las que se accede a la comuna, situada en un cerro, y los colores de las fachadas de sus modestas casas son su carta de presentación. El Graffitour de Casa Kolacho, el centro cultural comunitario del barrio, lleva a ritmo de rap por uno de los recorridos de street art más interesantes de América Latina. De vuelta al centro, toca perderse por el corazón bohemio del parque Lleras, rodeado de bares, cafés al aire libre y locales donde rumbear hasta la madrugada. Aunque la noche de Medellín se escribe con letra de tango. Desde aquel 24 de junio de 1935 en que el avión de Carlos Gardel se estrelló en el aeropuerto Olaya Herrera acabando con su vida, el idilio entre la ciudad y el tango fue absoluto. De los cientos de locales que hubo solo queda un puñado. Ninguno con tanta historia ni tanta solera como el Salón Málaga, decorado con fotos de artistas y clientes y con varias gramolas de vinilo. En los cajones se guardan 7.000 piezas musicales en discos de 78 revoluciones por minuto. Su dueño, Gustavo Arteaga, me muestra orgulloso un disco de cartón del siglo pasado.

Dejo Medellín y antes de viajar hacia el mar paro en Guatapé para trepar las 700 escaleras de la Piedra del Peñol y llegar hasta uno de los miradores más espectaculares de Colombia, a 220 metros de altura. Cerca de allí, este pueblo de postal se esfuerza en conservar su encanto de calles empedradas y zócalos de colores ahogado por los miles de turistas que lo visitan.

4 Cartagena de Indias
Aterriza el avión en Cartagena y por primera vez en este viaje se siente el abrazo del trópico. Calor húmedo y olor dulzón en el aire. Atravesar la muralla bajo la Torre del Reloj es adentrarse en una ciudad colonial de cuento donde la sorpresa ronda en cada esquina, en sus casas, sus paredes resquebrajadas, sus iglesias barrocas y sus frondosos parques. Es fácil enamorarse de Cartagena, le pasó a Gabriel García Márquez y por eso construyó aquí, frente al mar, su casa. La muralla de 13 kilómetros que bordea la ciudad vieja permite caminar observándola desde lo alto. Desde aquí se divisan las playas del barrio de Bocagrande con su perfil de rascacielos propios de Miami. Pero uno no viene por sus playas, sino para perderse por sus calles adoquinadas y escuchar las historias de piratas, de opulencia y de esclavitud que cuentan sus edificios y plazas. Pasear sin rumbo entre palenqueras con sus cestas de fruta en la cabeza y vendedores ambulantes es la mejor forma de conocerla. Parando a tomar un zumo en el parque de Bolívar y deambulando por el Portal de los Dulces entre casillas de coco y panderetas de yuca. Tradiciones de pueblo en una ciudad que se ha convertido en un emblema del tropical chic, con casonas señoriales reconvertidas en coquetos hoteles como Casa Lola, Quadrifolio y La Passión Hotel; restaurantes como Donjuán, Erre y Vera, y tiendas como ST Dom…

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