Esta temporada unos 37.000 turistas visitarán Antártica, hogar de unas 20 millones de parejas de pingüinos y sus crías. Pero, ¿es éticamente aceptable pasar vacaciones en un ambiente tan prístino?
Protegida por dos brazos glaciales, la bahía frente a nosotros reluce en azul ultramarino, sus aguas salpicadas de nenúfares de hielo y pedacitos de témpanos flotantes.
Un risco vertical se yergue sombrío sobre nosotros, flanqueado por cuestas de nieve de blanco tan puro como los brillantes pechos de los pequeños pingüinos Adelaida, cuyas caras anteojudas observan con curiosidad su entorno, mientras se desplazan a poca distancia, meciéndose y deslizándose, durante sus quehaceres.
Este es el Risco Brown en la Península Antártica y, envuelto en capa tras capa de vellón, recubierto en tela impermeable de color rojo vivo, estoy perfectamente consciente de que este no es mi propio hábitat.
Lo que genera la pregunta: ¿Debería estar aquÃ? Al poner pie en este continente extraordinario, ¿no estaré perturbando el prístino entorno y contaminando el último territorio virgen del mundo?
Todos los visitantes dejan su huella, reconoce el guía turístico Boris Wise, de las expediciones One Ocean, y todos tenemos la tendencia de visitar los mismos lugares; la costa accesible, que es donde los pingüinos y las focas van a dar cría.
Sin embargo, arguye, el turismo cuidadosamente controlado no es solamente aceptable sino útil.
Sin una población nativa propia, Antártica necesita gente que abogue en su favor y el turismo crea una agrupación global de personas listas a apoyar y, de ser necesario, financiar su conservación…